Yo me decía: “No pensaré más en el Señor, no hablaré más en su nombre”. Pero era dentro de mí como un fuego ardiente encerrado en mis huesos; me esforzaba en sofocarlo, pero no podía (Jr 20,9).
Santo Espíritu Divino
eres gracia derramada
que a los débiles levanta
y hace sabio a los sencillos.
No me olvido de tus dones,
me sostienen donde vaya.
Haz de mí suelo fecundo,
quiero darte de tus frutos:
Alegría, amor y paz,
gentileza, cortesía,
fe, paciencia, mansedumbre
y dominio de sí mismo.
Tu pasión es contagiosa,
te difundes como el rayo.
Ay de aquel que te resista,
quedaría muerto en vida.
Tú me alistas al combate,
me haces ágil contra el mal,
le hago frente a mi adversario,
la victoria tú me das.
Quién sería tu testigo,
quién podría ser tu enviado,
quién haría tus prodigios
si tu incendio no nos prende.
Mira qué apagados vamos,
somos un babel de lenguas,
un rebaño muy disperso
que edifica inútilmente.
¡Ven Espíritu Divino!
tu consuelo es esperado,
que te alcance nuestra angustia
de orfandad conmovedora.
Hazme fuerte, santifícame,
libérame y conviérteme.
Renuévame, hazme digno,
oh Paráclito Divino.
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